jueves, 26 de noviembre de 2009

Ejercicio: "Un gesto ante el espejo". Asignatura: Prácticas de Escritura.

Es el momento. Nadie va a abrir la puerta; he sacado la llave del cerrojo de fuera para, posteriormente, insertarla en el de dentro y darle las tres vueltas que son capaces de prestarme la más absoluta intimidad. Sola ante la cama, la mesa de estudio, la incómoda silla, la estantería y el armario. Para las demás, es lo único que mi habitación esconde. Para mí, hay un mundo de secretos que sólo Él conoce. Empezando por el espejo.
“¿Está prohibido tener espejo?”, pregunté una vez. Desviando los ojos, me contestaron, una tras otra, que no. No es recomendable, no es correcto, no se debe… En definitiva, tenía que aprender a prescindir de él. O eso pretendían.
Pero mi hermana Rosario, la que más sintió mi partida, un día me sorprendió con un regalo envuelto en papel burbuja. “Un cuadro pintado por mí”, dijo al entrar. Una obra de arte sí era: reflejaba mi aspecto, mañana tras mañana, con una belleza que ningún otro espejo me había otorgado. Lo colgué en una de las puertas del armario, hacia dentro, cubierto por los abrigos de invierno. Nadie, desde la visita de Rosario, me volvió a preguntar por el cuadro. Esas cosas banales, aquí, no importan.

Abro de par en par el ropero. La puerta izquierda es pura, inmaculada, virgen y ajena a lo que ocurre enfrente. Sin embargo, no soy capaz de hacerlo sin ella custodiando, ofreciendo la seguridad de un confesionario con su cálida acogida. La derecha me espera. Es ahí donde se esconden mis sueños, mis ilusiones, la parte oculta de mi ser que aún no ha desaparecido. Algún día no necesitaré hacerlo, pero hoy lo tomo como algo necesario.
El reflejo en el cristal, con la luz del amanecer inundando mi costado, se me antoja hermoso. Una mujer joven, no demasiado alta, con la melena recogida en un moño y un camisón que alcanza los dedos de los pies, se presenta ante mí. Dulce y tierna, sin duda. Sin embargo, algo falla. Los ojos miran entristecidos, mostrando un azul grisáceo carente de brillo y muriendo entre las oscuras ojeras de la penitencia eterna.
Debo atreverme. Esa chica no puede quedarse así, siempre. Al menos, mientras su piel no haya insinuado arrugas, sus curvas sigan firmes y su rostro, radiante. Es ahora, no mañana.
Desabrocho los botones del camisón, uno a uno, comenzando por el del cuello. Los hombros, los pechos, endurecidos de la emoción, el ombligo, el pubis, las piernas, se descubren como los de una muchacha cualquiera, como ésa que tomó las riendas de su vida de otra forma.
Solos yo y mi pecado original. La confesión vendrá más tarde.
No puedo entretenerme. Debo practicar antes de que llamen, asustadas, a la puerta, a la hora del desayuno.

Veo cómo la mujer del reflejo empieza a hacer lo que yo tenía miedo de experimentar. Se aleja, con zancadas largas, sin dejar de mirarme, para colocarse apoyada en la pared. Puedo ver cómo su tórax se mueve, enérgicamente, arriba y abajo. Estoy nerviosa, y ella también. Sabemos lo que va a ocurrir. De pronto, sin yo esperarlo, empieza. Una pierna delante, luego la otra, y ya lo estamos haciendo. Movemos las caderas al compás, de un modo extraordinariamente sensual. Me sorprendo: lo he conseguido. Los pies, lentos, continúan acercándose al espejo, mientras nos contoneamos como cualquier buscona que no sepa lo que es el pecado. Nos estamos acercando. Ella y yo, aunque lentamente para prolongar el placer, estamos a punto de chocar. Y será entonces cuando el gesto que tanto he deseado venga acompañado de las palabras que necesito pronunciar. La sensación lujuriosa va en aumento y noto cómo yo misma me deseo. Él me está observando con el ceño fruncido, lo sé, pero ya hablaremos más tarde.
Sin apenas darme cuenta, ya estamos frente a frente; esa mujer de mundo reflejada en mí, ese yo reflejado en ella, desnudas, embadurnadas de erotismo, a punto de decirlo.
Se toca los senos como nunca había visto hacerlo a nadie, y yo también. Con su mano derecha se suelta el pelo; yo lo hago con la izquierda a la par. Ya llega, noto cómo las palabras se pelean por salir de nuestras bocas.
- Quiero follar con usted, Padre Damián.

Yo pensaba que no iba a ser tan directo. Que mediría mis impulsos, que Él me frenaría, que no sería capaz. Pero lo he dicho. Lo hemos dicho. La chica dura y yo. Y de una forma obscena, como lo haría cualquier prostituta que buscara sexo rápido sin sentimiento alguno.
Veo que la oscuridad de sus ojeras acrecienta. No deja de mirarme, pero la mujer fatal que parecía se desmorona, y yo igual. Se tapa el pecho y el pubis y, mientras a mí me empiezan a escocer los ojos, veo una lágrima sostenida en sus pestañas. No puede más; yo tampoco. Dejamos de mirarnos por un momento, pero cuando cojo con los dedos la cruz que me cuelga del cuello para besarla, veo de reojo que ella también lo está haciendo.
No he debido, no he debido, no he debido. Entono el mea culpa mientras, sin poner freno, lloro a caudales. ¿Cómo voy a confesar esto? Me he quedado sola ante el pecado. El reflejo se marchará cuando cierre el armario, seguirá con su vida de chica fácil, pero yo debo cumplir sus órdenes, día tras día, con esta suciedad. No podré confesárselo al Padre Damián, me tomará por loca, querrá que salga del convento y me convertiré en una más, llena de grasa de hombre, de placeres ateos, de mal, de mal, de mal…

Llaman a la puerta. Van a pillarme. Aunque haya cerrado por dentro, pueden abrir con el cerrojo de emergencia y descubrirme. Será la Madre Superiora, además, la que me vea en estas condiciones. No tengo excusa porque no me da tiempo a limpiar mi cuerpo y mi espíritu antes de que cruce el umbral.
Y así es. Está dentro, con su bata blanca, sus gafas de pasta y su bolígrafo en el bolsillo. Como siempre, intenta aparentar calma. Sabe que estoy condenada, que Él no me perdonará jamás. No sirve de nada que patalee, que esté gritando, que intente romper el cristal del espejo con la cabeza para que no lo vea. Ya me ha puesto la camisa, ha colocado el desayuno bajo mi lengua y me ha confesado con la mirada, aunque no sea el Padre Damián.

Candela Martín

Ejercicio: "Un líquido en el cuerpo". Hecho en clase, 40 minutos. Asignatura: Prácticas de Escritura.



Manuel duerme plácidamente en la cuna blanca, tan típica de los hospitales. Tengo el pecho dolorido, aunque menos hinchado que nada más dar a luz. No obstante, sigue siendo extraña la sensación de acumular leche en un lugar tan erótico. Recuerdo que mi marido, cuando quedé embarazada, fantaseaba con el hecho de beber de mis pezones de una manera sensual. Pero la primera vez que se escapó un gota, mientras hacíamos el amor, se asustó tanto que nunca más volvió a hablar del asunto.

Y es que mis pechos, con leche incluida, crecían más rápido que la tripa de premamá que tanto necesitaba para que me dejaran sentarme en el metro. Ese líquido blanco, tan natural como la vida misma y, sin embargo, tan ajeno a lo que yo ideaba sobre el embarazo, fluía de un modo punzante, doloroso, desagradable en mi interior, desde meses antes de que Manuel naciera.
Es cierto que podía imaginarme a mí misma dando de mamar al futuro bebé, pero jamás pensé (hasta que mi cuerpo me obligó) que tendría que convivir con ello no sólo después, sino antes de que se produjera el alumbramiento.

Y aquí estoy, después de alimentar por quinta vez al pequeño con mi propia leche y sin que ésta me deje respirar.
Mi marido me ha dicho, vulgarmente, que tengo una teta más gorda que la otra. Y, la verdad, me toco la derecha (la que, supuestamente, gana a la otra en dimensión) y noo que el líquido materno es más denso que en la izquierda.
Los médicos, al observarlo (evidentemente, con una mirada menos ordinaria y más científica), me han recomendado ofrecer el pezón derecho a Manuel hasta que la simetría vuelva a su lugar. Pero el niño, que es Tauro, está empeñado en el otro y llora si le doy ése.

Así, la leche crece por minutos, hasta que mi madre me traiga el 'sacaleches' que, al parecer, necesito. Es una pena que mi marido no siga con la misma idea de hace meses.

Candela Martín

Ejercicio: texto que sugira una madre/humo. Asignatra: Técnicas de la Inspiración



La niña siempre estaba triste. Su madre, cada día más delgada, aparecía en la habitación a oscuras, camuflándose entre las tinieblas de la noche con su tez grisácea y su cabello color ceniza. Nunca llegaba a besarla; antes de que su hija pudiera captar con nitidez su presencia, se marchaba tan rápido que parecía evaporarse. Sólo dejaba el perfumado rastro de su aroma, que se disipaba entre las lágrimas de la pequeña. En ocasiones sentía una tibia brisa que movía suavemente las sábanas y que, tras su paso, enfriaba la soledad del dormitorio infantil. Sus pasos de tacón, veloces y afilados, rompían el silencio, llenando los segundos que los seguían de un eco mágicamente nostálgico.
Con tan sólo cuatro años, no sabía lo que era llamar a alguien “Mamá”. Las visitas fugaces, sin cariño, los minutos a solas, no llenaban de dulzura su infancia. Y su madre lo sabía, pero seguía estando sin estar, huyendo sin huir, viviendo sin vivir.

Candela Martín

Ejercicio: un sueño mientras sucede, el despertar del personaje y vestirse a oscuras. Asignaura: Prácticas de Escritura




Joaquín, Arturo y Mola bailan reggaeton. La música retumba en mis oídos. Sale de los bafles de mi derecha, que vibran. Pum, pum, pum. “Papi, dame lo que quiero”. Y me muevo. “Papi, dame lo que quiero”. Un sorbo. Amargo en la lengua, pero me pone más pedo todavía. “¡Te quiero, tío!”, Mola me abraza. Saltamos. La música sigue sonando, alta, me ensordece, pero no paro de moverme. He bebido mucho. Me duele la cabeza. “¡No pares!”, Joaquín. Sólo veo sus ojos, rojos del humo del tabaco. Toso. Necesito salir. “Espera, que te están mirando las nenas”, Arturo. Un grupo de chicas rubias me observan. Voy pedo, bailo muy bien y me subo a la barra. “Papi, dame lo que quiero”. Se me cae la copa, pero no importa, porque… qué pedo. “¡Baila, baila, baila!”, gritan las rubias. Son todas iguales, las tres. Vestido rojo, un escote que te mueres. Qué pivas, troncos. Bailo y bailo, me muevo y me muevo, porque el whisky está dentro de mí. Nena, nadie como tú. Ella es una. Es morena. No tiene vestido rojo, lleva vaqueros y una camiseta blanca. No tiene las tetas grandes. Coño, qué miedo. Qué pedo voy. No me eches la bronca, amor, no he hecho nada, sólo me he subido a la barra a bailar. ¿Con quién te has liado? Con nadie, con nadie, cielo, te amo, sólo a ti. Ella ya está morreándose con otro. Hijo de la gran puta. ¡Hijo de puta! Pero no puedo darle una hostia ahora, está mi jefe mirando y el café de la máquina de la oficina arde. Sigo pedo, cojones, y son las 8 de la mañana ya. Don Mariano, ahora le entrego los documentos. Espere un momento. En el baño está ese cabrón. María ya no está con él, está esperándome en la cama del hotel, el hotel al que vamos cuando salimos de fiesta. Ya vuelvo, Don Mariano. Ahí está, en el baño de la discoteca. Hay humo y no veo, pero lanzo mi puño al aire. No le doy. Está detrás de mí. En el espejo, el reflejo de María. “Papi, dame lo que quiero”. “Te quiero, tío”. Me derraman una copa encima. Arturo, pega a ése, que se estaba pimplando a mi piva el cabronazo. Qué dolor de cabeza, joder. Me hierve el cuerpo. El café de la máquina. Don Mariano. ¡Joaquín!

Las piernas están dormidas. Los brazos me dan pinchazos, y la cabeza me estalla. Qué sensación… uf, puta resaca. ¿Dónde estoy? Tengo que encender la luz. La lámpara no está a la izquierda. ¡Coño! Un cuerpo a mi derecha. Mierda… seguro que he vuelto a este puñetero hotel, caro de cojones, con María. Hasta que tengamos pasta para comprarnos una casa… A ver, la luz. Tengo que atravesar el cuerpo. ¡Ay! ¿Y esta pechuga? Mari, estás comiendo bien, ¿eh, guapa? Vamos a ver… que ya llego, ya… estiro el brazo un poco más… ahí, interruptor.
- ¡Hostia!
No es María. Sólo veo una cabellera rubia y un par de melones del tamaño de Marte. Pero bueno… ay, mi cabeza. Voy a darle un golpecito, a ver qué pasa. Debo estar soñando todavía.
¡El cuerpo se mueve! Ay, madre, que esto es real. Que es una piva en bolas en mi cama. Pero… no es mi cama. ¿Dónde cojones estoy?
- En la calle Puentelarra, 5.- dice la tía de las tetas.
Joder, joder, joder… esta vez la he cagado, y bien. No recuerdo nada de anoche, pero la he debido liar parda. María me va a matar. Bueno, no me va a matar porque no se va a enterar. Por cierto, ¿qué hora es?
¡Me cago en…! ¡Las ocho y media! Mierda… ya sabía yo que no era buena idea salir un jueves. Cabrones, ¿dónde estáis? Me la habéis jugado… siempre diciendo que me controléis, que el alcohol me deja to loco, y nada… Hijos de puta. Me tengo que ir ya. Don Mariano va a matarme, hostia.
- Buenos días, mi vida.- continúa hablando el par de melones. ¿Mi vida? ¿Pero qué dice esta gilipollas? Me voy a levantar de la cama, a ver si se pispa de una vez de que no me acuerdo de por qué estoy con ella ni me importa.

Pero la ropa no está tirada apasionadamente por el suelo, como debería ocurrir tras una noche de lujuria. Tampoco colocada sobre la silla, ni sobre la mesa. La habitación me resulta familiar. No es la resaca… yo he estado aquí antes.
- Aquí tienes, amor mío.- vuelve a salir de la boca desconocida. Me doy la vuelta y allí está ella, con su pecho protuberante, sacando mi traje de la oficina perfectamente planchada, directamente del armario. Un armario sobre el que cuelgan algunos de mis diplomas: Certificate of Proficiency in English, Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, Nivel Avanzado en Vela y Piragüismo… pero, ¿es esto una broma?

Cuando me quiero dar cuenta, la rubia se ha vuelto a meter en la cama y ha apagado la luz. ¿Qué es esto? No quiero volver a encenderla, no sea que lo que he visto y oído sea real… ¿Dónde está María?

Los pantalones, la camisa y la chaqueta, suaves y perfumados, sobre mis manos. Ella los ha dejado ahí antes de dormirse de nuevo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé. Coño, el reloj. Las ocho cincuenta y tres. Es la peor resaca de mi vida, desde luego.
A oscuras, coloco suavemente la chaqueta y la camisa sobre la cama, acaparando sólo los pantalones. Desabrocho el botón (¿desde cuándo María abrocha los botones después de planchar? Si es que alguna vez planchó…), me agacho y meto una pierna, muy despacio, procurando no perder el equilibrio. La otra, y los subo. Cierro la bragueta. Me aprietan un poco. Debo tener el estómago lleno de líquido aún. Tanteo el borde de la cama, donde dejé el resto de la ropa, y repito la misma operación. De nuevo, los botones de la camisa, cuidadosamente abrochados. La chaqueta, con un aterciopelado tacto… da gusto sentirla. No recuerdo haberla llevado al tinte.

Como si conociera el lugar donde estaba (¿lo conozco?), camino por el pasillo, desemboco en el salón y cojo mi cartera, situada en el mueble de la entrada junto a otra de color blanco. No puedo evitarlo. Abro la ajena, delicadamente, e inspecciono lo que guarda su interior. Debe ser un mal sueño. En el DNI (lo único que me interesa conocer), la foto de la rubia tetuda. De nombre, Sandra Jiménez López. No es morena. No es María. Pero es ella.
Unos pasos.
- Cariño, quedamos para comer. He hablado con éstos. Creo que hay algo que tienes que contarme.

Candela Martín

Ejercicio: hostilidad/rutina. Asignatura: Técnicas de la inspiración

Para la asignatura de Técnicas de la Inspiración, la profesora nos dio una serie de acciones neutras para que, con ellas, creáramos dos escenas: en una debíamos dar sensación de hostilidad, en otra, de rutina. Aquí está el resultado.


- Escena: hostilidad

Eran las seis cuando Roberto llegó a casa. La primavera, que ese año se antojaba lluviosa, empezaba a alargar los días y daba la sensación de que nunca llegaría la noche, el mejor momento para descansar.
Y es que el hombre, jubilado desde hacía cinco años, en pocas ocasiones tenía la oportunidad de ausentarse de los acaparadores brazos de su esposa, quien le quería siempre donde ella estuviera.
Pero aquel día sería distinto. Roberto no iba a permitir que Rosa le cortara más las alas. Había encontrado a una hermosa joven en el prostíbulo (donde iba cuando, tras una larga regañina, convencía a su mujer de que estaría jugando a las cartas con un amigo con quien, previamente, se había compinchado) y se iba a marchar con ella, aunque tuviera que cruzar la línea de la legalidad.

Ya era extraño que Rosa no estuviera en el porche, esperando con una mueca histérica. Su marido se asomó por la ventana y descubrió que se hallaba inmersa en las tareas de la limpieza. No había nada que le gustara más a la celosa mujer: con una fregona y un cubo, podía olvidarse por un rato del hombre y ser, durante unos minutos, feliz. Desde que, hacía 30 años, Roberto le fuera infiel con una amiga común, había decidido hacerle la vida imposible. Seguiría con él, hasta la muerte si fuera necesario, pero encargándose de que nunca más volviera a sonreír.

El marido no quiso interrumpir el minuto de gloria de su esposa y se quedó mirando la lluvia durante unos segundos, meditando, al resguardo del lujoso porche. De pronto, se le ocurrió mirarse las manos: enternecidas tras el tacto de la joven prostituta, confesaban el rastro de su infidelidad de un modo demasiado claro; demasiado dulce para lo que tenía en mente hacer un poco más tarde. Debía tenerlas limpias antes de que ella las tocara o su plan no podría ser realizado. Aprovechó el chorro de agua que caía del canalón para lavárselas, rudamente, como el hombre frío en el que debía convertirse. Las huellas de pasión desaparecieron por completo cuando se secó las manos con un pañuelo bordado por Rosa que siempre llevaba en el bolsillo. Todo estaba en orden, pero no podía evitar sentirse algo nervioso y se sentó en el banco de madera del porche para relajarse.

De pronto, unos golpes en el cristal de la ventana. “¡Roberto, Roberto!” se traducía en los labios insonoros de la mujer.
Era el momento. Roberto tomó el pañuelo, medido y estudiado previamente, el cual, satisfactoriamente, cumplía la función para la que lo necesitaba: que, al menos, fuera tan ancho como el delicado cuello de Rosa y tan fuerte como para soportar la tensión se sus manos.
Entró a la casa, a la que nunca más volvería.


Candela Martín

- Escena: rutina


Eran las seis cuando Roberto llegó a casa, como cada día, de la oficina en la que trabajaba como funcionario. La lluvia en Ourense empañaba cada jornada su camino, en el que nunca se entretenía salvo en casos excepcionales.
Él sabía que a su esposa le gustaba comenzar a hacer las tareas de la casa una hora antes de su llegada. Por ello, no le sorprendió verla, todavía fregona en mano, cuando se asomó por el cristal de la ventana.
Esperó a que terminara en el porche, contemplando la lluvia, que nunca remitía. Unos minutos después se acarició las manos, resecas de manejar durante horas hojas y hojas papel, y decidió refrescárselas en el chorro de agua que caía del canalón. Le gustaba hacerlo cada día. El posterior abrazo a su mujer sería fresco, suave, ajeno al estrés que producían ocho horas de trabajo burocrático.
Una vez secadas las manos, solía sentarse en un banco de madera del porche, hecho por él mismo hacía unos años y que, sorprendentemente, no se estropeaba por la humedad. “Una buena madera, sin duda”, pensó Roberto, como cada tarde.

Unos golpes en el cristal de la ventana servían de señal para que el marido se diera cuenta de que su esposa había terminado sus labores. Tras escucharlos, Roberto se levantó de su asiento y entró, recordándose a sí mismo que tenía que arreglar el pomo de la puerta, que estaba un poco suelto.

Candela Martín

martes, 17 de noviembre de 2009

'Cuando cierre los ojos'. Asignatura: Prácticas de Escritura. Ejercicio en clase: un sueño mientras sucede (1 hora)



Sólo tiene que cruzar la calle. No importa si él ha decidido hacer los votos. Ni siquiera es relevante que ya viva en el convento.
- No lo hagas, Aurora.- dice Sonsoles.
Pero ella está muy segura de sí misma. Todos los muchachos del barrio admiran sus curvas adolescentes y lo sabe. Antonio no va a ser diferente.
Sale corriendo.


“Me duele la cabeza. ¿Por qué está tan oscuro? El corazón me late muy deprisa; demasiado para estar tumbada. ¿Qué hora es? Las 3.00 AM. Qué lujo, estos relojes tan modernos. De noche y poderlos ver. ¡Ay! Mi cabeza.”


Sonsoles no puede hacer nada. Su amiga ya está tirada en la carretera, con la cabeza envuelta en ese líquido rojo oscuro que se ve en los frascos de los hospitales. Pero, ¿dónde está el coche?
- ¡Ayuda!

“Con este sudor en la frente no puedo dormir. Debería encender el aire acondicionado. ¡Ay!, ¿por qué no puedo levantarme? No entiendo nada, ¿qué son estas cintas que cubren mi cuerpo? No me lo puedo creer…”

- Hija, háblame, por favor.- la madre de Aurora, entre sollozos, acompaña al enfermero en la ambulancia.
- Ya llegamos.- afirma el conductor.
Por error, se vierte la botella de suero fisiológico sobre el cuerpo de la joven.

“Ya es tarde para ir al baño. No sé quién habrá hecho esto, pero lo va a pagar. ¡Pañales! ¿Qué se creen que soy? ¿Un bebé? Intolerable.”

Los médicos arrastran la camilla como chiquillos con un monopatín. La madre pretende seguirles, pero alguna voz autoritaria se lo prohíbe. Se cierran las puertas del ascensor, con su hija dentro.

“Todo da vueltas. Necesito mi medicina para el mareo; ¡la necesito ya! Creo que voy a vomitar. No, de eso nada. Aguanta, Aurora, aguanta. Ya te enterarás de quién te ha encerrado aquí. ¿Por qué parece que estoy en una noria? Duerme y se pasará.”

- Necesito saber qué le van a hacer. Es sólo una cría y nunca ha estado en un hospital; estará asustada. Por favor, dígame dónde se la llevan.- suplica la mujer, angustiada, al responsable de la recepción del centro.
- Acompáñeme.- oye decir a uno de los doctores, quien la toma del brazo. – Su hija ha sufrido un fuerte impacto cráneo-encefálico.- afirma.
La camilla entra en quirófano, con Aurora desnuda sobre el helado material transparente.

“Bueno, lo que faltaba: ahora hacer frío. Calor, frío, calor, frío… ¡calor, frío, calor…! Mis hijos no pueden haberme metido aquí. No ellos. ¿O él?”

- Cariño, reina de mi alma, qué alegría.- exclama la madre.
Aurora tiene la cabeza vendada, con sólo una ranura para poder ver a la altura de los ojos. Su cuerpo, cubierto por una fina sábana blanca.
- Mi niña, mi ángel.- continúa la mujer. - ¿Dime, qué recuerdas?

“Me pesan las pestañas, pero lo estoy viendo. Es él, no hay duda. Mi Antonio ha venido a rescatarme. Será él quien me explique el por qué de todo esto, quien me tome de la mano y quien, más tarde, me pica matrimonio. ‘Esto de ser cura no me convence’, dirá el pillo. Y seremos felices, por siempre jamás, como en las películas de amor.”

Al salir de misa, Rodrigo volvió a casa. Todo sería como siempre: su madre le confundiría con un tal Antonio, se negaría a desayunar y no se acordaría de nada. Así es el alzheimer. Con suerte, la pobre marchará pronto con El Señor. Con suerte…
No se quitó la sotana, por dar una alegría a la anciana, y acarició su blanca cabellera, con ánimo de despertarla: iban a dar las 12.
- Buenos días, Madre.- pronunció el hombre, como cada mañana. – Dime, ¿hoy has soñado?
Una afirmación asentida por esa barbilla arrugada le dio la respuesta.
- Y, dime.- continuó.- ¿Qué recuerdas?
Pero la jeringuilla (la de hoy, al fin, sí) ya había cerrado sus ojos.

Candela Martín

jueves, 12 de noviembre de 2009

Despertar al personaje. Asignatura: Prácticas de Escritura


Sed. Déjame salir de clase. Beber agua. La botella. Esa botella no tiene agua, tiene sal. Pruebo. ¡Es sal!
Candela, Candela, Candela. Atiende, Candela. No puedo concentrarme con sed. Toma este vaso. Bebo el agua. No calma mi ansia. Beber más. No puedes salir de clase, mira la pizarra. Tiza blanca sobre fondo negro. Agua, agua, agua, agua, agua… Profesor con traje negro y bigote blanco. Me mira con ojos de águila. Atiende, Candela. No puedo, tengo sed, Papá.

Ya no tiene bigote, pero lleva en el bolsillo una botella de plástico llena de líquido. Estamos en casa. Déjame ir al baño, Papá. ¡Coge la botella, cógela! Corre alrededor de la mesa y yo detrás. Me canso y cada vez tengo más sed. Soy pequeña. Intento llegar. Cógela, Candela, sólo tienes que saltar un poco. Está muy alto.
Corro por el pasillo y me escurro. Caigo al suelo. Todo lleno de agua. Quiero lamer el parquet. No puedo sacar la lengua. Papá, dame la botella. Papá ya no está. ¡Papá! El baño está muy cerca y gotea el grifo. Agua. Lejos.

Soy mayor. Las sábanas no me dejan moverme. Pesan sobre mi cuerpo. Tengo sed, pero no puedo levantarme. Hija, sólo era una pesadilla. Ten.
Bebo agua. Qué bien sabe. Por fin puedo dormir tranquila.



Candela Martín

Un sueño. Asignatura: Prácticas de Escritura


No tengo sueño, no quiero dormir… no quiero dormir, déjame ver la tele un rato más… Aquí, en el sofá… luego hago los deberes. Y recojo mi cuarto. Pero déjame ver los dibujos… jo, un rato… no tengo sue…


Mamá. ¡Hija! No me grites. La habitación está desordenada, ahora la recojo. ¡Claudia! Que no me grites más, ahora lo hago.
Hace un segundo estaba en el sofá y ahora estoy mirando todo desde el techo… mola.
No sé por qué ya está todo en su sitio. ¡No, no he sido yo! Ha sido el señor de la garrota. Él lo ha ordenado. ¿Ves, Claudia? Tú no tenías que hacerlo solita, yo te ayudo.
Miedo. Un rostro familiar tras las arrugas del viejo hombre. ¿Quién eres?
Ya no está. Mamá, ¿quién era ese señor? ¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Mamá, dime algo! ¡MAMÁ!
El señor de la garrota está en el parque. Yo estoy trepando por la palmera que había en la casa de la playa. No me ve, ¿no? Está mirando una foto. ¡Soy yo!
Me acerco patinando. Los patines de hielo, pero hay tierra. ¡Ay, mi rodilla! ¿Claudia, estás bien? Siempre voy a estar aquí, ayudándote. Pero ahora tienes que recoger tu cuarto. ¡Pero si mi cuarto está ordenado, Abuelo!
Las piezas de Lego están por todas partes. Sola no, no puedo, son muchas. ¡Abuelo! Claudia, estoy aquí. Tú no. Mamá. Abuelo.
Claudia, ¿y las piezas? Ya están recogidas. Las he puesto en el parque, mira.
Abuelo, ¿tú no estabas en el cielo? El Abuelo se ríe. Se ríe muy raro, como una chica. Abuelo, ¿eres una chica? No, eres una señora, una señora. Mamá. ¡Mamá!

Claudia, la que está en el cielo es Mamá. Ya no tiene arrugas, ni garrota. Se pinta los labios de rojo.

¡Mamá! ¡Mamá, el Abuelo es un mentiroso! Ahora recojo. Aunque ya no hay piezas, sólo tierra en el parque.
No te veo.


Candela Martín

‘Por favor, recuerda’. Asignatura: Lenguaje Publicitario


Arnold no lograba recordarlo.
- Vamos, Papá, sólo quiero me digas lo que has comido hoy. No puede ser tan difícil; incluso tienes una mancha de salsa en la camisa. Inténtalo, por favor.
Pero los esfuerzos de Frederick se gastaban en vano. Su padre tenía, según decían los médicos, un avanzado estado de alzheimer. Cualquier intento por que volviera a ser el de antes era rechazado por esos labios herméticos, duros, que tantas historias habían relatado, que tanta vida habían saboreado.

Mientras las palabras de su hijo se desvanecían antes de que su mente llegara a asimilarlas, Arnold no quería acordarse de que aquel plato precocinado era la respuesta perfecta para que le dejaran en paz. No sólo ése hombre que le llamaba Papá, sino todos.
Y es que el viejo, consciente de su enfermedad, a menudo era capaz de escoger qué recuerdos quedaban en su mente. Así, un plato medio descongelado, insípido y correoso no era digno de formar parte de su memoria limitada.

- Por favor, recuerda.- Insistía Frederick. Pero Arnold ya estaba volando, muy lejos, traspasando las blancas paredes de la habitación que, aunque ahora pareciera un frío hospital, un día fue su guarida.
Fue entonces cuando se vio a sí mismo, a la edad de seis años, en esa calle cuyo nombre ni pretendió evocar. Pero sus ojos no eran los de aquel niño rubio, de tez blanca y mirada curiosa; se encontró desde el punto de vista de su propia madurez, unos años atrás, mucho antes de que el alzheimer cegara su pasado. Vestía ese traje negro que tanto le gustaba y que su mujer detestaba. “No vas a la moda, Arnold”-decía ella, cada vez que su terco marido se empeñaba en no renovar vestuario.
Lo mismo le ocurría cuando niño, recordó; esas medias negras, tan parecidas a las que solían utilizar los futbolistas y que su madre odiaba. “Ya no se llevan, Arnold”- protestaba la mujer en un perfecto alemán. Pero el pequeño se las ponía una y otra vez, a sabiendas que luego vendría la regañina. Y eran precisamente esos descoloridos calcetines altos los que vestía el día que tuvo que hacerse mayor. Aún creía en Santa Claus cuando ocurrió.

El viejo Arnold nunca había visto tan nítido, tan puro, ese momento que cambió su vida y que le obligó a mirar siempre hacia delante, sin plantearse el por qué de lo ocurrido.

Aquella mañana había desayunado
Brötchen con mantequilla y queso de cabra. Era domingo y, tras la misa de doce, su madre le había permitido ir a jugar a la zona de las viejas fábricas (entonces no había parques como los de ahora, recordaba Arnold) con su hermano, el pequeño Ernest, y su amigo Derek, un año mayor que él. El día de juegos prometía ser como cualquier otro. Un ‘píllame’ por aquí, un ‘escondite’ por allá… pero algo impidió que así fuera.
Los tres niños escucharon unos pasos. “Estupendo, más gente para jugar”, se dijeron. Pero no era un sonido normal; las pisadas se fueron acelerando, el ruido era cada vez más fuerte y se empezaron a oír gritos. Y no precisamente de alegría.

Fue el primer disparo el que alertó a los pequeños. Derek quería escaparse, pero Arnold, el más valiente de los tres, insistió en que debían quedarse: iban a ser unos heroicos soldados alemanes, por lo que no se admitía la cobardía ni el miedo.
La primera en aparecer fue una mujer joven con un bebé en los brazos. La vieron desde lejos, corriendo desesperadamente hacia donde ellos estaban; aún quedaba mucha calle por delante. Tras ella, unos cincuenta judíos, medio desnudos, repletos de sangre y con el rostro desencajado en busca de una salida. Pocos metros detrás, apenas cuatro militares, escopetas en mano, disparando sin piedad hacia el frente. El pequeño Arnold no se dio cuenta en ese momento, pero sí el viejo, que contemplaba la escena como si en verdad estuviera allí de nuevo: uno de ellos, el más joven, reía a carcajadas mientras empuñaba su arma. Era una risotada macabra, llena de horror y odio, cuyo eco inundó la calle de dolor.

- ¡Apartaos, niños!- gritó uno de los asesinos. Al ver que iban a aplastarlos, Derek cogió a sus dos amigos de la mano, tirando fuertemente para ir hacia la acera. Arnold quería resistirse, pero la fuerza de su compañero pudo con su valentía.
Desde el costado pudieron ver cómo la mujer que cargaba con su hijo tropezaba y caía. El niño quedó bajo su cuerpo, sufriendo un brutal golpe en la cabeza que sonó como un chasqueo de castañuelas. El resto de judíos siguió corriendo, sin percatarse de la presencia de la joven en el suelo y aplastándola a su paso.
Arnold no lo pudo soportar. Se soltó de la mano de Darek y, justo antes de que los soldados la alcanzaran, se acercó a socorrer a la judía. Logró ponerla boca arriba, descubriendo que el bebé ya estaba muerto entre sus pechos.

El viejo recordó los ojos de aquella desconocida. Rojos, inundados en llanto y recubiertos de sangre, pedían clemencia a un niño de seis años, su última esperanza. Arnold siempre se quedará sin saber lo que esa boca, que se estaba abriendo, iba a pronunciar antes de recibir una bala en la frente. El pánico recubrió el cuerpo del pequeño, que no pudo reaccionar hasta que uno de los militares le dio un puñetazo en la cara.
- ¿Se puede saber qué haces?- gritó el protagonista de aquella risa maléfica que se había escuchado apenas unos segundos antes. –Más te vale darme una explicación razonable si no quieres que te vuele los sesos.
En ese preciso momento, justo en ese instante, fue cuando Arnold perdió para siempre su orgullo, su valentía y sus principios. Con menos de metro y medio de altura y toda la vida por disfrutar, se convirtió en la persona que nunca quiso ser: un auténtico cobarde, una mente vacía de espíritu y una barbilla que asiente al que se proclamara más fuerte.
- Sólo estaba comprobando si había muerto, señor.- dijo sin titubear. – Estos judíos no merecen vivir.
Miró fijamente al solado, se puso en pie y sostuvo su mano derecha hacia el frente, poco antes de exclamar: “¡Heil Hitler!”.
El hombre, sonriendo, le acarició la rubia cabellera antes de pisar la cara de la mujer asesinada y exclamar: “Muy bien, chico, así me gusta. Eres un gran ario.”

Y así, sin más, se marchó corriendo con su escopeta, disparando sin mirar hacia dónde lo hacía, y riendo locamente.
Aquel niño de seis años dejó atrás la infancia para siempre.
- Venga, Papá, haz un esfuerzo.- insistía Frederick. Arnold pudo ver en la mano de su hijo la jeringuilla que cargaba aquella medicina que, cada día, le dormía de un modo que, al despertar, hacía que su memoria fuera cada vez menor. Nadie lo sabía, pero así era. Una muerte lenta, muy lenta, de la que cada vez se daba menos cuenta. Tuvo miedo. Mucho miedo. Como aquella mañana de 1941 que nunca volvería a recordar.
- Lasaña, hijo.- Contestó.




Candela Martín