miércoles, 17 de febrero de 2010

Ejercicio: "Víctima de un accidente". Asignatura: Prácticas de escritura.

Los niños. La cena. Me duele la espalda. Mañana, reunión en la oficina. Miguel. Se acaba el curso. Vacaciones. No, cariño, este año no toca playa. ¡Mamá, hambre! ¡Calla! ¿Dónde está el escurridor? Ya saldremos adelante, Miguel. Cola del paro. Yo te acompaño. Llanto. ¡Que ya va! ¿Y el escurridor? Se pasa la pasta. Más sal. ¡Joder! Todos los platos al suelo. Añicos. Ya voy yo. No, Miguel, déjame a mí. ¡Mamá! Victoria, fuera de aquí. ¡Mario! ¡Baja de la encimera! Cuidado con los trozos. ¡Que bajes! Mamá, tengo hambre. ¡Deja eso! La cazuela.

Quema. Arde. Gritos. ¡Apártate! ¡María! El grifo. ¡El grifo no! Mamá... Llantos. Victoria está a salvo. Mario, a salvo. Abrasa. ¡Mi pecho! No te veo...

¿Cariño? ¿Me oyes? María... cariño, estoy aquí. Todo va a salir bien. No, ahora no hables. Cierra los ojos.

Vendas pegadas al pecho. ¿Cuándo era la reunión?

Candela Martín

martes, 16 de febrero de 2010

Ejercicio: "Un microrrelato que utilice las técnicas del género de terror". Asignatura: Lectura Crítica.

Llovía. Santiago no daba tregua en otoño. Ya estaba acostumbrada; demasiados años bajo las frías y afiladas gotas de sus mañanas, sus tardes y sus noches. Pero aquel atardecer no iba a salir de casa. Estábamos en pleno mes de febrero y los exámenes se avecinaban, por lo que me puse la bata y me senté en el estudio, completamente dispuesta a tragarme todo lo que los libros me ofrecieran. Hasta aquí todo normal. No esperaba que en pocos minutos fuera a acontecerme el suceso más terrorífico de mi vida. Un suceso tras el cual no habría vuelta atrás, tras el cual no habría más inocencia. Tras el cual, Pipa y yo no volveríamos a ser las de antes.


Pipa, mi cocker spaniel, se acurrucó en su camita muy cerca de donde yo posaba los pies, bajo la mesa de estudio. Los truenos no cesaban de sonar, pero ambas los conocíamos muy bien; ya no nos sobresaltábamos. La poca luz que quedaba del día se iba apagando tras el cristal de la ventana, obligándome a concentrarme cada vez más en los libros, que exigían mi total atención.

Pero, de pronto, Pipa dio un brinco. “¿Qué te pasa, bonita?”. No contestaba. Cuando veía algo extraño, solía ladrar y reclamar mi atención; era una perra miedosa. Pero esta vez se quedó completamente quieta, mirando hacia la puerta con los ojos desorbitados. “¡Pipa!”, grité asustada. No se movía. Me acerqué hacia donde ella estaba, casi temblando. Notaba cómo el vello se erizaba sobre mi piel y el modo en el que los dientes chirriaban dentro de mi boca. Tenía que cogerla en brazos; se tranquilizaría y todo esto quedaría en un susto. Extendí mi mano derecha hacia su pequeña cabeza, que continuaba fija sobre su cuerpo tenso. ¡Zas! Sacó sus afilados colmillos, cubiertos de sangre, y me mordió con todas sus fuerzas. Mientras yo gritaba de dolor, ella continuaba contemplando la puerta, completamente absorta. Mi mano, que no cesaba de sangrar, me exigía salir de casa y buscar ayuda. Pero fui incapaz de acercarme a la puerta. Simplemente me quedé mirándola, aterrada, mientras sentía cómo la sangre iba inundando el suelo y mi tez se iba quedando cada vez más blanca. De pronto, noté dos pinchazos sobre el labio inferior. Pipa me miró, relajó los ojos, cerró la boca y destensó el cuerpo. Se quedó completamente dormida. El terrible dolor de mi mano se pasó a mi boca, no dejándome respirar. Algo estaba creciendo en ella. Algo que iba a cambiarme para siempre. Me agaché para tocar a Pipa. Tenía un mordisco tras la oreja. La puerta se abrió.

Candela Martín

Ejercicio: "Cambio de ritmo". Asignatura: Técnicas de la Inspiración.

[El ejercicio consiste en escribir un texto compuesto de tres párrafos; el primero, con un ritmo lento, el segundo, con ritmo rápido, y el tercero, con ritmo lento otra vez. El texto ha de tener sentido y el cambio de ritmo debe ir justificado por la narración.]

La terraza, repleta de personas sentadas en sus sillas de aire ‘retro’, estaba situada bajo el sofocante calor del mes de agosto, en el cual suelo coger las vacaciones. Aquel año, sin embargo, María y yo no habíamos podido salir de viaje, puesto que Fernando, nuestro hijo mayor, estaba castigado sin salir de casa por sus malas notas y, por tanto, también nosotros, padres ejemplares que renuncian a su merecido descanso con tal de educar como deben a su primogénito, en el que apoyan siempre sus propias frustraciones, inocentes víctimas del sistema, me decía ella desde hacía dos horas, mientras el sol calaba en mi cabeza sin escapatoria, cuando, de pronto, vi cómo Vanessa pasaba por delante.


Tan guapa como siempre. O más. El corazón me latía más rápido que nunca. Me miraba. Nos miraba. No podía creerlo. Iba a hacerlo. Iba a delatarme. Le contaría a María toda la verdad y sería el fin. Fernando ya nunca sacaría buenas notas. Su padre sería un putero y su madre una cornuda. Pero, ¡estaba tan guapa! Vanessa, Vanessa… Notaba cómo los nervios crecían en mí. Y no sólo los nervios. Me estaba provocando. Se tocaba el escote desde ese árbol. No podía más. O paraba o esto se acababa. Se acababa ya. Tendría que contárselo yo. Cosas que pasan, ¿no? La vida, diría. Es la vida. Pero, ¿cómo? Vanessa ya no estaba. Debí despistarme un segundo, sólo uno. La quería allí. Pero no debía quererla. No estaba. Suspiré. Qué alivio.

Antes de mirar de nuevo a María, que continuaba hablando como si no hubiera notado nada, detuve mis ojos durante unos minutos en la cerveza que tenía delante; suave, espumosa, fresca aún e inocente ante lo que acababa de ocurrir, aunque, como yo, sabía que en poco tiempo habría terminado, pero no era el momento de que ella se enterase de lo mala persona que es su marido, ese hombre al que no hace tanto dio el ‘sí quiero’ porque él se lo había pedido, ese loco enamorado del que no podía deshacerse y con el que no iba a tener nada más que una amistad porque no le amaba, sólo le tenía cariño, y entonces volví a pensar en Vanessa y terminé lo que quedaba de un sorbo, un sorbo eterno y un sorbo último que no daba espacio al siguiente, porque no había siguiente sin él, porque el siguiente, si cabía, era el vacío de su oscuro y empañado fondo.

Candela Martín

Ejercicio: "Un trayecto en ascensor". Asignatura: Escritura

Acaricié el botón del séptimo piso. Una derrama de 100 euros por vivienda; estupendo para la crisis. Es cierto que abrir y cerrar manualmente las puertas del ascensor era, cuanto menos, molesto. Pero yo encontraba cierta satisfacción en ese habitáculo de toda la vida, tan parecido a aquél que resultaba tan moderno en el edificio de mis padres cuando era niña.


El hecho de que fueran números táctiles me resultaba demasiado tecnológico. No podía dejar de pensar, cada vez que subía y bajaba, que en cualquier momento de estropearía el sistema y me quedaría encerrada, sin poder marcar el número de emergencia puesto que a éste, también, se accedía a través de un pulsador táctil.

Lo que no sabía es que iba recogiendo gente por el camino. Menuda gracia.

- ¿Sube?- dijo una voz. Sin mirarla (seguía muy atenta en los números de los pisos) asentí. Debíamos ir por la tercera planta cuando me di cuenta. No cabíamos bien. Mi cuello tuvo que girarse hacia el espejo debido a la falta de espacio y mi cuerpo se había quedado torcido. Repasé en menos de un segundo mi aspecto, sin prestarle demasiada atención, y pude verla. Una tripa de embarazada; posiblemente la más grande que había visto nunca. O, quizá, la única a la que había prestado algo de atención. Como en señal de protección, la mujer, de la que continuaba sin conocer el rostro, se acarició ese bulto extraño durante unos segundos. Fue entonces cuando me atreví a observar su cara. Los labios, muy rojos y sonrientes; los ojos, brillantes, dejando un rastro de tiernas patas de gallo sobre el rabillo. Volví la mirada hacia mí misma. Apagada. Fría. Vacía. Sola.

- Hasta luego.- dijo, de pronto, la misma voz de antes. Estábamos en el sexto. Ni siquiera me había fijado si había acariciado las teclas táctiles al entrar, como yo, o si se sentía incómoda por la extrema proximidad de nuestros cuerpos durante esos instantes. Se había marchado. Se habían marchado. Sin girarse para mirarme.

Candela Martín

Ejercicio: "Un instante y toda una vida". Asignatura: Técnicas de la Inspiración

[Para la asignatura de Técnicas de la inspiración, la profesora nos encargó hablar sobre un instante en 3/4 de folio, y sobre toda una vida en un máximo de 5 líneas]




INSTANTE



Cuando me quise dar cuenta, ya no había vuelta atrás. Mi ceño se frunció, mi puño se apretó, sangrando la línea de la vida de mi mano con las uñas. ¿O era la línea del amor?


Ella gritaba y tenía los ojos desorbitados. Apenas fue un segundo. Tan rápido, tan fácil. Con toda mi rabia, aquélla que desconocía hasta entonces, desplegué mi enfado contra ese rostro tierno que se había vuelto amargo. El puñetazo salió de mí como un niño travieso, sin respetar las normas de la lógica, sin acordarse ni por un segundo del amor, de la decencia, de la realidad. Nunca hasta entonces mi cuerpo se había pronunciado de ese modo contra mí; nunca así. Laura nunca lo hubiera soportado. Algo incomprensible, inesperado, pero tan cierto como aquel gesto desconcertado, aquella última caída de Laura que duró lo que tarda un pájaro en elevar el vuelo cuando se acerca un depredador. Y, a la vez, lo que tarda un hombre en destruirse a sí mismo. Una eternidad.



No sentí dolor. Es un cuento que ardan los nudillos nada más hacerlo. Simplemente, no pude quitar la vista de encima a aquel cuerpo que todavía palpitaba, mientras mi piel seguía cubriéndose de rojo. Sabía que su corazón latía. Su pecho, aquél que había deseado suciamente durante tanto tiempo y que nunca me fue entregado, bombeaba vida, una vida que se escapaba entre mi mirada incrédula y cobarde. Pero Laura no lo era. No lo fue cuando gritó, ni cuando recibió el golpe. Tampoco quiso serlo cuando se abandonó para, a su vez, abandonarme a mí, en la más absoluta soledad y valentía.
Yo nunca pude dejar de serlo. Ni siquiera cuando, aun sabiendo que todavía vivía, abrí la puerta como si aquello hubiera sido un mal sueño. Cuando cerré la esperanza de ser feliz junto a ella, aunque sólo fuera por un instante, hasta que mi libertad se esfumara para siempre.


UNA VIDA

Margarita está en el infierno. Al menos, para ellos. Y eso que tuvo los doce hijos que Dios había dispuesto. Que había sido capaz de llegar virgen al matrimonio, de hacer apostolado, de dar felicidad a su marido en la cama y en el plato, y de ganarse el cielo en cada misa. Pero aquella soga fue más fuerte que todo lo que el Señor quiso saber de ella hasta el momento en el que decidió rendirse.


Candela Martín