jueves, 26 de noviembre de 2009

Ejercicio: hostilidad/rutina. Asignatura: Técnicas de la inspiración

Para la asignatura de Técnicas de la Inspiración, la profesora nos dio una serie de acciones neutras para que, con ellas, creáramos dos escenas: en una debíamos dar sensación de hostilidad, en otra, de rutina. Aquí está el resultado.


- Escena: hostilidad

Eran las seis cuando Roberto llegó a casa. La primavera, que ese año se antojaba lluviosa, empezaba a alargar los días y daba la sensación de que nunca llegaría la noche, el mejor momento para descansar.
Y es que el hombre, jubilado desde hacía cinco años, en pocas ocasiones tenía la oportunidad de ausentarse de los acaparadores brazos de su esposa, quien le quería siempre donde ella estuviera.
Pero aquel día sería distinto. Roberto no iba a permitir que Rosa le cortara más las alas. Había encontrado a una hermosa joven en el prostíbulo (donde iba cuando, tras una larga regañina, convencía a su mujer de que estaría jugando a las cartas con un amigo con quien, previamente, se había compinchado) y se iba a marchar con ella, aunque tuviera que cruzar la línea de la legalidad.

Ya era extraño que Rosa no estuviera en el porche, esperando con una mueca histérica. Su marido se asomó por la ventana y descubrió que se hallaba inmersa en las tareas de la limpieza. No había nada que le gustara más a la celosa mujer: con una fregona y un cubo, podía olvidarse por un rato del hombre y ser, durante unos minutos, feliz. Desde que, hacía 30 años, Roberto le fuera infiel con una amiga común, había decidido hacerle la vida imposible. Seguiría con él, hasta la muerte si fuera necesario, pero encargándose de que nunca más volviera a sonreír.

El marido no quiso interrumpir el minuto de gloria de su esposa y se quedó mirando la lluvia durante unos segundos, meditando, al resguardo del lujoso porche. De pronto, se le ocurrió mirarse las manos: enternecidas tras el tacto de la joven prostituta, confesaban el rastro de su infidelidad de un modo demasiado claro; demasiado dulce para lo que tenía en mente hacer un poco más tarde. Debía tenerlas limpias antes de que ella las tocara o su plan no podría ser realizado. Aprovechó el chorro de agua que caía del canalón para lavárselas, rudamente, como el hombre frío en el que debía convertirse. Las huellas de pasión desaparecieron por completo cuando se secó las manos con un pañuelo bordado por Rosa que siempre llevaba en el bolsillo. Todo estaba en orden, pero no podía evitar sentirse algo nervioso y se sentó en el banco de madera del porche para relajarse.

De pronto, unos golpes en el cristal de la ventana. “¡Roberto, Roberto!” se traducía en los labios insonoros de la mujer.
Era el momento. Roberto tomó el pañuelo, medido y estudiado previamente, el cual, satisfactoriamente, cumplía la función para la que lo necesitaba: que, al menos, fuera tan ancho como el delicado cuello de Rosa y tan fuerte como para soportar la tensión se sus manos.
Entró a la casa, a la que nunca más volvería.


Candela Martín

- Escena: rutina


Eran las seis cuando Roberto llegó a casa, como cada día, de la oficina en la que trabajaba como funcionario. La lluvia en Ourense empañaba cada jornada su camino, en el que nunca se entretenía salvo en casos excepcionales.
Él sabía que a su esposa le gustaba comenzar a hacer las tareas de la casa una hora antes de su llegada. Por ello, no le sorprendió verla, todavía fregona en mano, cuando se asomó por el cristal de la ventana.
Esperó a que terminara en el porche, contemplando la lluvia, que nunca remitía. Unos minutos después se acarició las manos, resecas de manejar durante horas hojas y hojas papel, y decidió refrescárselas en el chorro de agua que caía del canalón. Le gustaba hacerlo cada día. El posterior abrazo a su mujer sería fresco, suave, ajeno al estrés que producían ocho horas de trabajo burocrático.
Una vez secadas las manos, solía sentarse en un banco de madera del porche, hecho por él mismo hacía unos años y que, sorprendentemente, no se estropeaba por la humedad. “Una buena madera, sin duda”, pensó Roberto, como cada tarde.

Unos golpes en el cristal de la ventana servían de señal para que el marido se diera cuenta de que su esposa había terminado sus labores. Tras escucharlos, Roberto se levantó de su asiento y entró, recordándose a sí mismo que tenía que arreglar el pomo de la puerta, que estaba un poco suelto.

Candela Martín

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