jueves, 12 de noviembre de 2009

‘Por favor, recuerda’. Asignatura: Lenguaje Publicitario


Arnold no lograba recordarlo.
- Vamos, Papá, sólo quiero me digas lo que has comido hoy. No puede ser tan difícil; incluso tienes una mancha de salsa en la camisa. Inténtalo, por favor.
Pero los esfuerzos de Frederick se gastaban en vano. Su padre tenía, según decían los médicos, un avanzado estado de alzheimer. Cualquier intento por que volviera a ser el de antes era rechazado por esos labios herméticos, duros, que tantas historias habían relatado, que tanta vida habían saboreado.

Mientras las palabras de su hijo se desvanecían antes de que su mente llegara a asimilarlas, Arnold no quería acordarse de que aquel plato precocinado era la respuesta perfecta para que le dejaran en paz. No sólo ése hombre que le llamaba Papá, sino todos.
Y es que el viejo, consciente de su enfermedad, a menudo era capaz de escoger qué recuerdos quedaban en su mente. Así, un plato medio descongelado, insípido y correoso no era digno de formar parte de su memoria limitada.

- Por favor, recuerda.- Insistía Frederick. Pero Arnold ya estaba volando, muy lejos, traspasando las blancas paredes de la habitación que, aunque ahora pareciera un frío hospital, un día fue su guarida.
Fue entonces cuando se vio a sí mismo, a la edad de seis años, en esa calle cuyo nombre ni pretendió evocar. Pero sus ojos no eran los de aquel niño rubio, de tez blanca y mirada curiosa; se encontró desde el punto de vista de su propia madurez, unos años atrás, mucho antes de que el alzheimer cegara su pasado. Vestía ese traje negro que tanto le gustaba y que su mujer detestaba. “No vas a la moda, Arnold”-decía ella, cada vez que su terco marido se empeñaba en no renovar vestuario.
Lo mismo le ocurría cuando niño, recordó; esas medias negras, tan parecidas a las que solían utilizar los futbolistas y que su madre odiaba. “Ya no se llevan, Arnold”- protestaba la mujer en un perfecto alemán. Pero el pequeño se las ponía una y otra vez, a sabiendas que luego vendría la regañina. Y eran precisamente esos descoloridos calcetines altos los que vestía el día que tuvo que hacerse mayor. Aún creía en Santa Claus cuando ocurrió.

El viejo Arnold nunca había visto tan nítido, tan puro, ese momento que cambió su vida y que le obligó a mirar siempre hacia delante, sin plantearse el por qué de lo ocurrido.

Aquella mañana había desayunado
Brötchen con mantequilla y queso de cabra. Era domingo y, tras la misa de doce, su madre le había permitido ir a jugar a la zona de las viejas fábricas (entonces no había parques como los de ahora, recordaba Arnold) con su hermano, el pequeño Ernest, y su amigo Derek, un año mayor que él. El día de juegos prometía ser como cualquier otro. Un ‘píllame’ por aquí, un ‘escondite’ por allá… pero algo impidió que así fuera.
Los tres niños escucharon unos pasos. “Estupendo, más gente para jugar”, se dijeron. Pero no era un sonido normal; las pisadas se fueron acelerando, el ruido era cada vez más fuerte y se empezaron a oír gritos. Y no precisamente de alegría.

Fue el primer disparo el que alertó a los pequeños. Derek quería escaparse, pero Arnold, el más valiente de los tres, insistió en que debían quedarse: iban a ser unos heroicos soldados alemanes, por lo que no se admitía la cobardía ni el miedo.
La primera en aparecer fue una mujer joven con un bebé en los brazos. La vieron desde lejos, corriendo desesperadamente hacia donde ellos estaban; aún quedaba mucha calle por delante. Tras ella, unos cincuenta judíos, medio desnudos, repletos de sangre y con el rostro desencajado en busca de una salida. Pocos metros detrás, apenas cuatro militares, escopetas en mano, disparando sin piedad hacia el frente. El pequeño Arnold no se dio cuenta en ese momento, pero sí el viejo, que contemplaba la escena como si en verdad estuviera allí de nuevo: uno de ellos, el más joven, reía a carcajadas mientras empuñaba su arma. Era una risotada macabra, llena de horror y odio, cuyo eco inundó la calle de dolor.

- ¡Apartaos, niños!- gritó uno de los asesinos. Al ver que iban a aplastarlos, Derek cogió a sus dos amigos de la mano, tirando fuertemente para ir hacia la acera. Arnold quería resistirse, pero la fuerza de su compañero pudo con su valentía.
Desde el costado pudieron ver cómo la mujer que cargaba con su hijo tropezaba y caía. El niño quedó bajo su cuerpo, sufriendo un brutal golpe en la cabeza que sonó como un chasqueo de castañuelas. El resto de judíos siguió corriendo, sin percatarse de la presencia de la joven en el suelo y aplastándola a su paso.
Arnold no lo pudo soportar. Se soltó de la mano de Darek y, justo antes de que los soldados la alcanzaran, se acercó a socorrer a la judía. Logró ponerla boca arriba, descubriendo que el bebé ya estaba muerto entre sus pechos.

El viejo recordó los ojos de aquella desconocida. Rojos, inundados en llanto y recubiertos de sangre, pedían clemencia a un niño de seis años, su última esperanza. Arnold siempre se quedará sin saber lo que esa boca, que se estaba abriendo, iba a pronunciar antes de recibir una bala en la frente. El pánico recubrió el cuerpo del pequeño, que no pudo reaccionar hasta que uno de los militares le dio un puñetazo en la cara.
- ¿Se puede saber qué haces?- gritó el protagonista de aquella risa maléfica que se había escuchado apenas unos segundos antes. –Más te vale darme una explicación razonable si no quieres que te vuele los sesos.
En ese preciso momento, justo en ese instante, fue cuando Arnold perdió para siempre su orgullo, su valentía y sus principios. Con menos de metro y medio de altura y toda la vida por disfrutar, se convirtió en la persona que nunca quiso ser: un auténtico cobarde, una mente vacía de espíritu y una barbilla que asiente al que se proclamara más fuerte.
- Sólo estaba comprobando si había muerto, señor.- dijo sin titubear. – Estos judíos no merecen vivir.
Miró fijamente al solado, se puso en pie y sostuvo su mano derecha hacia el frente, poco antes de exclamar: “¡Heil Hitler!”.
El hombre, sonriendo, le acarició la rubia cabellera antes de pisar la cara de la mujer asesinada y exclamar: “Muy bien, chico, así me gusta. Eres un gran ario.”

Y así, sin más, se marchó corriendo con su escopeta, disparando sin mirar hacia dónde lo hacía, y riendo locamente.
Aquel niño de seis años dejó atrás la infancia para siempre.
- Venga, Papá, haz un esfuerzo.- insistía Frederick. Arnold pudo ver en la mano de su hijo la jeringuilla que cargaba aquella medicina que, cada día, le dormía de un modo que, al despertar, hacía que su memoria fuera cada vez menor. Nadie lo sabía, pero así era. Una muerte lenta, muy lenta, de la que cada vez se daba menos cuenta. Tuvo miedo. Mucho miedo. Como aquella mañana de 1941 que nunca volvería a recordar.
- Lasaña, hijo.- Contestó.




Candela Martín

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